Eva

Por Marcela Sánchez Peñata, 2021.

Domingo grababa su nombre sobre el tanque de agua con un palo que había recogido de la calle, escribía delicadamente cada letra, esperanzado en que los años no borraran su firma. Se apresuraba antes que el sol se escondiera para no equivocarse. Absorto en sus pensamientos y en hacer la caligrafía de la última ‘o’ perfecta, escuchaba la voz de su esposa Eva resonando en todos los espacios de la casa. Caminaba de un lado a otro, seguida de diferentes mujeres del barrio que creían ver en ella el futuro de sus andanzas, se abalanzaban ante cada palabra que decía y escuchaban, atentas e inquietantes, que leyera al final de un pocillo de café los designios que el universo les tenía preparados. 

Sus sobrinas corrían detrás de ella, admiraban su forma de caminar y hablar. Imitaban su forma de peinarse y memorizaban las palabras alguna vez dichas para repetirlas frente a los jóvenes que querían besar. Eva se sentaba en la cabecera de la mesa, aquella silla que solo debía ser tomada por el patrón del hogar era despojada por Eva con toda la pleitesía que le brindaban sus familiares. Familiares míos, no tuyos, le recordaba Domingo cada mañana que los visitaba. 

Empezaba con el café, pasaba a las cartas, interpretaba destinos según las vidas de cada persona, posibilidades de viajes, nuevas relaciones o logros que tendrían se asomaban en las conversaciones. Sus sobrinas llevaban amigas a que se reunieran alrededor de su tía, ‘tía la bruja’ le llamaban, aquella tía que vivía en un pueblo cercano pero cuyo pasado nunca conocieron y de quien no podían asegurar la certeza de sus palabras, pero como la menor de las sobrinas afirmó una noche: si Eva mintiera, a los hombres no les enojaría su presencia. 

En todos los pueblos de la sabana el nombre de Eva retumbaba con poder en las casas. Los mayores intentaban no creer en aquellas cosas que sus abuelos habían vivido años atrás, pero veían a sus esposas tan entregadas a sus palabras que terminaron cayendo en una seducción en la que Eva no tuvo que hacer movimiento alguno. Domingo admiraba desde lejos el teatro montado por su esposa, conversaba con sus hermanos sobre lo difícil que se había convertido su matrimonio desde que lo despertaban mujeres desesperadas por no poder aplacar a sus esposos, les cerraban las puertas en las iglesias y sus pocos amigos le pronosticaban un matrimonio infeliz en el que seguía por algún embrujo. Pero sus familiares estaban atrapados en el encanto de Eva, las quejas de Domingo eran escuchadas y olvidadas tan pronto Eva les hablaba de temas banales, acompañada de su confianza arrolladora.

Desesperada de sus quejas, una hermana de Domingo le preguntó por qué escogió como esposa a una mujer que él consideraba bruja. Domingo se burló, cada que escuchaba la palabra hacía que su cuerpo se tensara y hablara disparates en lenguas desconocidas. No es una bruja, empezaba a explicar intentando no perder el argumento, porque las brujas no tienen esposos. Domingo le contaba una vez más cómo habían comenzado las cosas. Recordaba el calor de un lunes de mayo, él yendo a trabajar a las parcelas, unos señores deteniendo su andar, inquietos sobre la bruja que acechaba a hombres para dominarlos, se rumoreaba de tres víctimas fatales. Domingo se echó a reír y les explicó que en ese pueblo no existían brujas, existían, eso sí, mujeres capaces de tomar hasta el último hombre, vivir la dicha y el placer, para que hicieran de ellos su antojo. 

A los días del incidente, un grupo de mujeres frecuentó su casa, dos de ellas vestidas de negro y una más atrás utilizaba ropa colorida de carnaval. Domingo las hizo pasar, les brindó un café recién preparado por él, tuvieron una conversación matutina sobre el pueblo, los animales, el clima. Eva se mantuvo al margen, sentada en un taburete leyendo un periódico viejo que había tomado en su último paseo a la ciudad, le ordenaba pequeñas labores a Domingo quien lo hacía sin chistar, así las mujeres observaron cómo tomaba cada utensilio utilizado, lo llevaba a la cocina y lo lavaba. Recogía cada sucio y hasta le quedaban energías para besar a su esposa, a quien no le reclamó por atenderlas. Esa misma tarde, se decía que habían encontrado a la bruja.

De ahí en adelante, Domingo no volvió a sentir paz a su alrededor. Sus sobrinas escucharon los rumores y negadas a quedarse con la duda decidieron realizar visitas ocasionales donde sus tíos, al punto de tener encuentros privados con Eva una hora a la semana. Domingo preocupado de que les enseñara lo que los rumores decían, incapaz de afrontar a su esposa y negado a vivir con una bruja, cuestionó a una de sus sobrinas, a su pregunta sobre qué les enseñaba Eva en esa hora, ella contestó: a vivir.

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