Hay polvo en la terraza de mi antigua casa, en la casa donde descansa esa nostalgia de una infancia con la que simplemente no consigo reconciliarme. Hay polvo en ese refugio que yace triste en mis recuerdos de pueblerino, sin rumbo claro, con algunas raíces desconocidas y con una memoria de la cuál se apodera el olvido en un frenesí indomesticable, que termina preñando tantos poemas y a tantas hojas blancas, que los hijos de mi memoria consumida por el tiempo, permanecen intactos, eternos, sonrientes y sobre todo, vivos.
En la casa vive un recuerdo: mi abuela, sentada en una mecedora como una niña que nunca tuvo paz, tan alegre, tan eufórica y con los rasgos llenos de una ternura indescriptible. La veo y el mundo se paraliza a mi alrededor. La escucho hablar y la escucho reír bajo el sol de mediodía que sofoca al pequeño pueblo llamado Rabolargo, pero que conocen más como “infierno” (por el sol y por la lengua). La veo y el mundo se paraliza. La veo y la memoria me empieza a arrugar el corazón, como arrugaba mi abuela el queso en un caldero para amasarlo.
La casa que ya no me pertenece, gracias a la muerte y al arriendo, era un templo de la soledad y los recuerdos, principalmente para ella, pues nunca silenciaba el dolor que cargaba en el pecho y que expresaban sus ojos llorosos y sonámbulos mientras hablábamos. Nos queríamos y lloramos muchas veces entre el bullicio de este pueblo donde suelto mis palabras para hacerle honor a su historia, para hacerle renombre a su recuerdo, para demostrar que en todos lados hay algo que contar y que en todos lados vive un tumulto de sentimientos que se callan y se esconden, aunque en el pueblo no exista el silencio.
Antes su templo, ahora el mío. Antes nuestro hogar y ahora una bala que atraviesa mi cuerpo sofocado.
Le escribo a la casa y a mi abuela, para recordarnos mientras ella está en el cielo que alguna vez quisimos llegar al mar juntos, pero la muerte nuevamente nos impidió cumplir nuestro sueño de bañarnos en aguas saladas y cristalinas. Sin embargo, mi saliva y el agua que transcurre por mi garganta siempre es salada, porque el recuerdo está en mi lengua.
Su sueño era verme crecer, verme feliz y sentirse orgullosa de haber construido a un ser humano bueno (tal vez eso quieren todos aquí: morir con la certeza de dejar retoños bien formados) y ahora mi sueño es escribir y dedicarle todo a su memoria que nunca se murió, aunque llevaba en la sangre que le heredó su madre el veneno de olvidar para siempre.
Polvo, memoria, nostalgia, silencio, amor, mi abuela y yo. El pueblo de todos los que tienen memoria y se la heredan a los que olvidamos, la tradición de crecer y ser felices con muy poco, los sueños y este canto en el que se expresan las ganas de decirle al mundo que un infarto se llevó mi infancia y me dejó ganas de escribir en un pueblo dónde muy pocos lo hacen.